Hacer el amor-0

5 downloads 130 Views 138KB Size Report
10 Mar 2006 ... Si sobrevivía, el enjuiciamiento del amante (Andrés. Rodríguez, en este caso) era ineludible. Hacer el amor con una mujer casada era delito.
Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 9

De mil amores

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 11

obre Buenos Aires ya habían caído las últimas heladas de 1683. Eran las tres de la tarde. El alférez Juan de Cáceres llamó a su esposa, Polonia Álvarez de Acosta, que acudió despreocupadamente. Sin decir agua va, desenvainó la espada y le tiró una estocada. Ella se abrazó desesperadamente a él. Por un momento, impidió que el hombre continuara su trabajo homicida. Juan de Cáceres, ¿qué me queréis? ¿Por qué es esto?, gritó la mujer. Al instante he de matarte, hace muchos días lo medito, replicó, forcejeando, Juan. ¿Por qué?, le preguntó aún Polonia. La respuesta: ¡Porque es mi gusto! Quién sabe qué fue más atroz, si aquella respuesta despiadada o las heridas que Juan le hizo en el pecho y en otras partes a la pobre Polonia, hasta dejarla por muerta. La mujer quedó exánime sobre el piso de tierra ahora enrojecido y el hombre corrió al convento de Nuestra Señora de la Merced sin remordimientos. Es que el alférez tenía la conciencia tranquila. No tenía dudas de la infidelidad de su esposa. La había sorprendido en la cocina de su casa con uno de sus subordinados, el soldado Andrés Rodríguez. Juan se comportó como se espera de un esposo cristiano. La emprendió contra el recluta, quien, herido en una mano, huyó desgarbadamente hasta la capillita que con el tiempo sería la iglesia San Francisco. Y algo, quién sabe qué, lo contuvo de matar a la adúltera. Juan pasó por la cárcel, pero salió rápidamente. El juez declaró:

S

– 11 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 12

Hacer el amor

Justificada la acción y ocasión que tuvo el dicho alférez Juan de Cáceres para haber dado dichas heridas a dicha mujer, mediante lo cual le da por libre y manda sea suelto de la prisión en que se halla, y se le aperciba no tenga el menor género de disgusto, así de obra como de palabra, con la dicha su mujer, pena de que se procederá contra su persona por todo rigor de justicia. Y por la culpa que de estos dichos autos resulta contra dicho Andrés Rodríguez, mando se despache mandamiento de prisión contra el susodicho, prosiguiéndose esta causa hasta su definición.

La sentencia estaba en un todo ajustada al derecho castellano, que dejaba al arbitrio del marido matar o perdonar a la esposa y al galán encontrados in flagranti delicto, siempre que se diese el mismo trato a ambos. Los tratadistas de aquel entonces recomendaban que en circunstancias extraordinarias, como no hallar doncella a su mujer o descubrirla adúltera, antes de proceder con el rigor que aconsejaba su honra, el esposo se ausentara por algún tiempo para que se le pasara la cólera. Después podía volver y tomar tranquilamente la vida de los amantes. Si sobrevivía, el enjuiciamiento del amante (Andrés Rodríguez, en este caso) era ineludible. Hacer el amor con una mujer casada era delito. En rigor, era el mayor de los pecados, porque ocasionaba peligro de hijo adulterino, el que podía entrar en la herencia en detrimento del verdadero heredero.

– 12 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 13

De mil amores

Infieles Las más de las mujeres son extremadamente bellas, bien formadas y de un cutis terso; y, sin embargo, tan fieles son a sus maridos que ninguna tentación puede inducirlas a aflojar el nudo sagrado. Esto dijo en sus memorias Azcarate du Biscay, que pasó por Buenos Aires a mediados del siglo XVII. La misa, dígala el cura, decían los viejos castellanos para aludir a los que se meten a predicar de lo que no entienden, como Du Biscay. Porque puede ser que hubiera honestas matronas dispuestas a no aflojar el nudo. Pero en los archivos de la Curia juntaban polvo muchísimos expedientes sobre adulterio. Los hombres se quejaban de que sus mujeres callejearan a deshoras, de que usaran lujos que vaya a saber de dónde salían, de que concurrieran a bailes y convites. Eran indicios de infidelidad, no pruebas. No era fácil que las encontraran en la cama con el socio, como le pasó a Juana Zelarrayan, a quien hallaron en tal incómoda situación. O que una esposa atrevida confesara sus amoríos, como le ocurrió a Juan Cuestas cuando volvió de dos años de ausencia en la campaña. O que se probara fehacientemente que la compañera dejaba entrar mozos sospechosos a la casa, como le aconteció a Domingo Rivadaneyra, zapatero para más datos. Las mujeres también tenían sus agravios. Como Ignacia Garay, que se hartó de que Eloy Romero no cumpliera su palabra de matrimonio después de haber tenido cuatro hijos con ella y que, encima, llevara a otra mujer

– 13 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 14

Hacer el amor

a la casa. O como Josefa Barrón, a la que su marido quería hacer víctima de sus genialidades adulterinas y testigo ocular de su propia afrenta. Era aquélla una época de tiempos largos. Los arrieros tardaban meses en ir al Potosí y volver. Los mercaderes demoraban años en sus giras por las provincias. No se les podía pedir castidad. ¿A sus esposas, sí? Desde luego que sí. Casta cuando soltera, fiel cuando casada. Éste era el mandato para las mujeres: garantizar la fe (de allí fidelidad, fides), que es la mezcla de cal, arena y agua que liga la unión-en-uno del matrimonio cristiano. La dificultad era la innata fragilidad femenina, que exigía la custodia constante del padre, primero, y del marido, después. Por eso, las mujeres con maridos ausentes estaban sometidas al implacable escrutinio del barrio. Los vecinos les habían puesto, literalmente, el ojo encima. Desde el púlpito, los curas exhortaban a la visibilidad de las esposas. Claro que había casos evidentísimos. Como el de María de la Concepción Moynos, natural de Córdoba, a quien su marido acusó de infidelidad con varios sujetos, entre ellos, don Clemente Olmos, teniente de cura de Punilla. Las sospechas no eran del todo infundadas. María de la Concepción había tenido un hijo doce meses después de emprender su marido un viaje de negocios. Los vecinos más acomodados solían tramitar su intimidad de otro modo, más discreto. Se entiende; para ellos, el honor era un capital social acumulado que no podía desperdiciarse por algún desliz amoroso en inú-

– 14 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 15

De mil amores

tiles contiendas tribunalicias. Desde una perspectiva de clase, no convenía exhibir las miserias eventuales de alianzas matrimoniales que reproducían fielmente (valga la ironía) la estratificación de la sociedad colonial. Cuando no tenían más remedio que acudir a la Justicia, los hombres acaudalados raramente estaban en condiciones de probar el adulterio de sus esposas. Más bien cuestionaban que fueran insumisas, que pretendieran una libertad que los ofendía, pero que también agraviaba a Dios y a la República. Y, cuando realmente se podía verificar la infidelidad, los propios jueces disimulaban la inconducta de la descarriada pudiente. No faltó el que omitiera en las actas las declaraciones contra damas de alcurnia pretextando que lo que estaba en juego era la honra de toda la familia. Así quedaba a salvo la reproducción simbólica de las jerarquías sociales. En esa misma dirección, parecía haber un pacto entre los hombres de la elite, en el sentido de evitar las relaciones ilícitas con mujeres del mismo estrato social. Era impropio que un varón bien nacido se acostara con una vecina decente. En cambio, era absolutamente natural que holgara con una mujer del pueblo.

La traición indisimulable Fue en las tierras de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, hacia 1728. Imprudentemente, el sargento mayor Matías de Mongabur se fue de negocios al Paraguay.

– 15 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 16

Hacer el amor

Pasaron dos años y el sargento mayor no volvía. Bartolina Maqueda, su mujer, estaba desconsolada. Como es natural, buscó consuelo. Lo encontró en un tal Mateo Ceballos, soldado de una compañía de forasteros. Parece que el dinero que mandaba el marido iba a parar a la bolsa del bueno de Ceballos. Picaflor era el hombre. Parece que merecía la fama de tenorio porque, cuando el mozo iba de visita a alguna mujer que no fuera ella, Bartolina, celosa, iba a espiarlo en traje de hombre. No bien volvió, el marido se anotició de las relaciones adulterinas. En vez de emprenderla a sablazos contra su mujer, buscó su arrepentimiento. Lejos de mostrar aflicción, la muchacha hizo su cama en la despensa. No se crea que este gesto era tan desusado. Se conocen casos de matronas que tapiaban la puerta que comunicaba con el dormitorio del esposo a causa de la vejez y deformidad de éste. Como fuere, nuestra Bartolina era terca como una mula terca. Matías no decía ni una palabra. Pero llevaba la procesión por dentro. Un día, un desaire trivial, uno más de los que sufría a diario, ni más ni menos, le nubló la vista. Alzó el puño, que ahora era un arma, y le partió la cabeza a Bartolina. La moza huyó a mostrar su herida como testimonio de los malos tratos que le daba su esposo. En su descargo, el sargento mayor declaró: Viviendo escandalosamente y dando motivo a que en mi ausencia [Bartolina] fuese a media noche a la compañía de forasteros a sacar a su mancebo por ser de dicha compañía, con quien vivió

– 16 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 17

De mil amores

toda o la mayor parte del tiempo de mi ausencia a pan y manteles, con escándalo de la vecindad. Cuyos motivos y con ser tan públicos y para los hombres de bien como yo, indisimulables, me pusieron muchas veces en términos de perder la vida, porque ésta sin honra es, como lo sintió San Pablo escribiendo a los nobles de Corinto: “Mejor estar a morir que consentir” [sic] que alguno me quite o menoscabe la gloria de mi fama. Que el que no se defiende no es hombre honrado sino siervo vil, como lo dijo Aristóteles.

En última instancia, Matías no podía soslayar el adulterio. Las Siete Partidas –una suerte de código civil redactado por Alfonso el Sabio en el siglo XII– castigaban el consentimiento con la pena de pública vergüenza, asimilada a la de los maridos alcahuetes de sus esposas. Antiguamente, se sacaba al marido y a la mujer por las calles montados en sendos asnos, él desnudo y ella vestida detrás, con una ristra de ajos en la mano. Cada vez que el verdugo decía: Quien tal hace que tal pague, ella le daba a él con la ristra. A nadie se le hubiera ocurrido ahora semejante escarnio público. Pero Matías no podía cargar con el escándalo porque su benevolencia se hubiera podido confundir con complacencia. ¿Por qué, entonces, el hombre se mostró tan paciente? ¿Por qué no reaccionó sino hasta que la cuestión se ventiló públicamente? Acaso la respuesta sea que era ya un hombre viejo (no se llega a sargento mayor en un santiamén) cuando se casó con una Bartolina niña. Los años dan un reposo que la pasión no da.

– 17 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 18

Hacer el amor

Asimetría del adulterio El lecho de referencia para el delito de adulterio era el de la esposa. Así lo establecía el antiguo código de las Siete Partidas: Adulterio es yerro que un hombre hace yaciendo a sabiendas con mujer que es casada con otro. Y tomó este nombre de dos palabras del latín, “alterius” y “torus” [sic], que quiere decir en romance, lecho de otro, porque la mujer es contada [referida] por lecho de su marido y no él de ella. Y, por ende, dijeron los sabios antiguos que, aunque el hombre que es casado yaciese con otra mujer, no hace daño ni deshonra a la suya. La otra, porque del adulterio que hiciese la mujer con otro, queda el marido deshonrado. Y además porque del adulterio que hiciese ella puede venir al marido muy grande daño, si se preñase de aquel con quien hizo el adulterio, avendría el hijo extraño heredero de sus hijos, lo que no aviene a la mujer con el adulterio que el marido hiciese con otra.

Había una asimetría radical. Si un esposo yacía con otra mujer, no damnificaba a la suya. En cambio, si una esposa yacía con otro hombre, injuriaba a su marido. Después, todo era asimétrico. Puestas una al lado de la otra, las culpas eran desiguales. Un abogado del siglo XVIII defendió a un marido reputado de adulterino diciendo: […] La incontinencia de la mujer […] es más bochornosa al marido que la de éste a la mujer y más punible en lo civil por la incerti-

– 18 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 19

De mil amores

dumbre de la prole […] En cambio los adulterinos de él, de ser ciertos, jamás podría conseguir ni idear que ella los tuviese por suyos…

Era peor la infidelidad femenina. Por ende, también era asimétrica la tipificación del delito. La mujer delinquía si hacía el amor, aunque fuera una vez, con cualquiera que no fuera su marido. El hombre cometía adulterio sólo cuando tenía una mantenida en constante matrimonio o cuando abandonaba el domicilio conyugal para irse a vivir con ella. En esos casos, se incautaba de entre un quinto y la mitad del patrimonio. La pena nunca era el destierro, como solía ocurrir con la adúltera.

Relaciones envenenadas No siempre eran los hombres los que maltrataban. Que lo diga el desventurado Nicolás de Echeverría y Galardi. Nicolás era dueño de una tienda en la esquina, como se las llamaba por entonces a las pulperías, que casi siempre estaban en la esquina y que algo tenían de taberna, abastería (almacén) y aun de tienda a secas. No sabemos la trayectoria de este guipuzcoano que pronto cumpliría los cincuenta años. Quizás haya sido como la de la mayoría de los pulperos de Buenos Aires: venían de grumetes, o de marineros, o de carpinteros de navío, juntaban alguna plata y ponían casa. Lo usual era que los pulperos se casaran con una lugareña. Esto es lo que hizo Nicolás tomando estado con Ignacia Rodríguez de Figueroa. Craso error.

– 19 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 20

Hacer el amor

Ignacia tenía el feo lunar de la embriaguez, que la hacía precipitar en las situaciones más vergonzosas que uno pueda imaginar. En una oportunidad, le arrojó un cuchillo al marido y se trabó en grotesca lucha con él. Se caía, literalmente, de borracha y había que ayudarla a levantarse del suelo. No eran los únicos extravíos de la mujer. Un dependiente de la pulpería narró que, habiendo ido a casa de su patrón una noche para recoger un poco de mazamorra que le había ofrecido, la sorprendió hablando en secreto y muy juntos con uno que vivía en la esquina de enfrente. Discretamente, el hombre siguió de largo y pasó a la cocina. Cuando volvió, queriendo satisfacerlo, Ignacia le dijo: Señor Bartolo, vea usted lo que me estaba diciendo el señor Manuel, que me estaba enamorando y ofreciéndome muchas cosas y aunque esto lo hiciera yo, no pecaría porque mi marido no me ha dejado ni un real para gastar y lo he de hacer.

Uno diría que la moral de Ignacia se medía en dinero contante y sonante. Sería injusto; la dama simplemente era enamoradiza. Lo prueban sus sucesivos romances con un mestizo de Cochabamba, un tal Pablo Arias, un mulato dicho Juan Antonio (al que desterraron a Montevideo, pobre), un peón de estancia y quién sabe cuántos más. Pero las borracheras y los amoríos no eran lo peor. Lo peor era el mal trato que daba a Nicolás. Esto es lo que él dijo:

– 20 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 21

De mil amores

[Ignacia] ha repulsado mis cariños y despreciado mis afectos, correspondiéndolos las más de las veces con injuriosas palabras y otras poniendo las manos en mi cara, con bofetadas violentas y con acciones de vilipendio, producidas de su mal natural y del odio y la mala voluntad que me ha cogido en tanto grado que ha cogido espada desnuda para atravesarme como lo hubiese conseguido sino [me] hubiera retirado de este lance. […] Llegó a maquinar quitarme la vida propinándome veneno en un guiso. Y procurando con mentidos halagos me alimentase de él, [lo] que hubiera conseguido si no me previene de la noticia, caritativa, una criada.

Parece que la encantadora esposa le echó al guiso solimán crudo, un compuesto de mercurio. Tal vez pensó que el color blanco lo asemejaba a la sal y que se disolvería prontamente en el agua caliente. Lo que no previó fue la delación de la cocinera, ni que la carne se decoloraría por acción del veneno. Ignacia era algo atolondrada.

De naipes y mulatas Curiosa, la moral de aquellos tiempos. Se hacía la vista gorda sobre vicios ostensibles, pero no se perdonaba la pasión. Es el caso de Silvestre Sarriá, un ricacho que cometió el pecado de un amor impropio. A principios del siglo XVIII, Sarriá le compró a Su Majestad el empleo de alguacil de las Reales Cajas por tres mil pesos. Entre pitos y flautas, venir a Buenos Aires le costó otros seis mil. No le importaba, estaba se-

– 21 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 22

Hacer el amor

guro de que sacaría tajada del oficio. En efecto, sólo de sueldos y regalías, llegaría a multiplicar holgadamente por cuatro aquella inversión original. Claro que sería una ingenuidad pensar que esos fueran sus únicos ingresos. Las Reales Cajas eran el organismo de recaudación fiscal de la Corona, por allí pasaba todo lo que se tributaba en Buenos Aires. Y los ingresos regios habían aumentado muchísimo desde que, en 1712, se fundó el Real Asiento de Esclavos con la regencia de la británica South Sea Company. Las Reales Cajas siempre fueron un lugar de corrupción. Era normal que sus funcionarios recibieran propinas a la vista y paciencia de todos. A la hora de trazar el tiento de cuenta (la rendición anual de lo recaudado y lo gastado), los oficiales reales se mostraban muy simpáticos con los contribuyentes. Seguramente por eso, la compañía británica debía un dineral por derechos no pagados de introducción de negros. Lejos de nuestro ánimo sostener que Silvestre Sarriá fuera corrupto. Ni falta que hace. Él mismo decía que nunca fue un santo. Tampoco un miserable. Solamente en su mesa, confesaba, gastaba más de cien pesos al mes. No le molestaba en lo más mínimo mostrarse acaudalado. Al dinero, decía, lo sé buscar y gastar. En aquella época se iniciaban fortunas espléndidas. Pero ¿en qué gastarlas? Buenos Aires estaba lejos de ser la suntuosa Lima, en la que los vecinos más acaudalados daban señales de distinción con sus mansiones, sus alhajas, sus queridas. Aquí no había teatro, ni toros, ni lujos. No

– 22 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 23

De mil amores

había nada para hacer, nada en qué gastar. Pero Silvestre se las arreglaba. Por las noches, abría sus salones y daba tertulia. Las señoras charlaban en el sitio que les estaba reservado, el estrado, una tarima de jacarandá o de cedro alfombrada con tapices. Los señores comentaban los despachos y las pocas gacetas que venían de Europa. La sociabilidad se extendía hasta las diez de la noche, cuando la luz amarilla de las velas de sebo empezaba a temblar. Entonces, los sirvientes traían nuevos candiles y se armaban las mesas de juego. En las Indias, el juego era una calamidad. Todos jugaban, los caballeros y los que no lo eran tanto. Se jugaba a las bazas, al truquiflor (un antecedente del truco), a la veintiuna, a los bolos. Y todo se jugaba: avíos de montar, camisa, calzoncillos. Razón tenía Carlos III al reprimir estas distracciones en consideración de los excesos del juego de naipes, dados y otros de suerte y envite, y de juntarse y concurrir a esta pésima ocupación mucha gente ociosa, de vida inquieta y de depravadas costumbres, de que puedan resultar y resultan con frecuencia los mayores inconvenientes y los delitos más atroces en ofensa de Dios Nuestro Señor, con juramentos, blasfemias, muertes y pérdidas de honores y haciendas, de que también se originan alborotos y desasosiegos, que perturban la pública quietud y desatan o rompen los vínculos de la unión y de la tranquilidad de las familias y de los pueblos.

Pero no había cédula real, bando virreinal ni nada que contuviera la pasión por el juego. Ni siquiera la vo-

– 23 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 24

Hacer el amor

luntad. Algunos jugadores se comprometían públicamente a no incurrir en el vicio y, en caso de caer, pagar fuertes sumas de dinero al Santo Oficio o a la Hermandad de la Santa Caridad. Uno de ellos fue el canónigo Valentín de Escobar y Becerra, provisor y vicario del Obispado, que dictó sentencia en algunos de los juicios que aquí estamos historiando. Ante escribano público, el sacerdote se comprometió a renunciar al juego bajo pena de mil pesos, de los cuales doscientos serían para el denunciante. A todo se animó, menos a desistir del juego para siempre. La renuncia era por el término de diez años. Después se vería. Dicen los que saben que, en las propias oficinas de la Real Fortaleza de San Juan Baltasar de Austria, un sargento mayor levantó tablaje público para jugar naipes, pintas y otros juegos. Dicen también, no nos consta, que al final de la jornada, el tal sargento mayor embolsaba peluconas del tamaño de un ojo de buey, que compartía honestamente con Su Señoría, el señor gobernador. Si había un jugador, ese era nuestro Silvestre. Mal vicio para un oficial real que debía velar por los dineros de Su Majestad. Mucho más si quien ventila esa flaqueza a la luz del día es la propia esposa. Pero no nos adelantemos. Silvestre Sarriá se había casado con una dama chilena que le dio dos hijas nacidas en Concepción de Chile. Al enviudar, se casó en segundas nupcias con Rosa Gutiérrez de Paz, porteña emparentada con dos obispos.

– 24 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 25

De mil amores

Rosa era algo altanera. Recibió con malos modos a sus hijastras (una de ellas, Luisa, sería la abuela de Merceditas de Escalada, aquella que se casaría con el teniente coronel José de San Martín). Despotricó contra esas interminables partidas después de la tertulia. Y juró que no dejaría pasar ningún desliz de su frágil marido. Acusado por su mujer, Silvestre, algo altanero él también, no negó su afición al juego. Más bien al contrario: […] Siempre que me ha dado la gana he jugado dados, quince, pechingonga, pero he usado este divertimiento bien y legalmente, pagando mejor cualquier cantidad que haya perdido, sin que el juego haya sido motivo de que a la señora le haya faltado un solo día que comer abundantemente, pues lo que consumo en el regalo de mi mesa, son cerca de cien pesos, como es notorio en toda la ciudad. […] Tampoco habrá quien haya visto dentro de casa, ni fuera de ella, que ande indecente la señora, su hija y criadas, porque nunca he tratado de jugar la honra. Y, como es público y notorio, siempre me han visto andar decente, y no se habrá oído que el vicio del juego me haya obligado a cometer acción indecorosa ni infame. Quisiera saber si soy el primer hombre que haya jugado en el mundo que, en lo que he andado de él, he visto jugar príncipes, duques y personas de muy ilustre calidad. Y, para prueba de que el juego nunca ha tenido poder para distraerme ni menoscabarme el punto y honra de hombre blanco [sic] y ministro del Rey, las diligencias de mayor importancia y de más crecidos intereses de la Real Hacienda han fiado de mi cuidado y notoria legalidad los superiores, como es notorio a toda esta ciudad. Juego, es patente que mi modo de jugar no me ha quitado la honra, pues nadie dirá que le fui a

– 25 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 26

Hacer el amor

pegar ningún petardo para jugar, ni por ese motivo se habrá dicho que ninguno haya dado de mí la menor queja.

Obviamente, Silvestre no podía permitir que la mancha del juego empañara su imagen de funcionario de las Reales Cajas, de ahí su alegato. De todos modos, a Rosa la ofendía el juego, pero más la ultrajaba esa mulata. Vaya uno a saber por qué, si alejado por los desaires de Rosa o empujado por su asumida fragilidad de hombre, lo cierto es que Silvestre cayó en los brazos amorosos de Pascuala Orrego, oscura y hermosa. No quiso salir de ellos nunca más. Rosa, tan señorona, no estaba dispuesta a soportar ese amorío. Pero no cayó en la cuenta de que su marido había perdido realmente los estribos por la mulata. La matrona, zaherida pero digna, abandonó el hogar tres veces. Tres veces volvió sin que Silvestre aflojara un ápice su amor infiel. Claro que el hombre procuró disimular su enardecimiento. Para sustraerse al escándalo del vecindario, ocultó a Pascuala en un rancho de Baradero. Hasta allí lo siguió un sacerdote comedido, que lo sorprendió en la cama en cueros, con las manos puestas en donde se le reprendió como merecía. Los pecadores se comprometieron a apartarse bajo juramento santo, testimonió el cura. Silvestre volvió, pues, a Buenos Aires. Pero Pascuala lo siguió porfiada, enamorada. De nuevo los descubrieron. El provisor prometió secreto por respeto de la esposa, pero se-

– 26 –

Hacer el amor-0

26/4/06

3:26 PM

Page 27

De mil amores

cuestró a la mulata con el propósito de concertarle matrimonio con un esclavo del señor obispo. Silvestre, ciego de pasión, rondaba por la casa donde estaba depositada su enamorada. Aquella ronda desesperada era la comidilla del vecindario. Rosa, que hacía tres años que no dormía con su marido, hizo lo que debió hacer desde el principio: pidió el divorcio. No sabemos cómo terminó la demanda. Lo que sí sabemos es que “adulterio” quería decir muchas cosas en aquella sociedad pacata. La pasión dentro del matrimonio, por ejemplo, era “adulterar” su naturaleza. Como si hacer el amor con gusto fuera una modalidad del adulterio.

– 27 –