La marcha de la insensatez

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1. La marcha de la insensatez. Por Bárbara Tuchman. Los Solones y los Sadats iluminan las páginas de la historia. Pero estos seres dotados no han abundado.
La marcha de la insensatez Por Bárbara Tuchman

Los Solones y los Sadats iluminan las páginas de la historia. Pero estos seres dotados no han abundado. ¿Qué les falta a quienes practican el arte de gobernar? Un fenómeno detectable en toda la historia consiste en que los gobiernos a veces adoptan políticas contrarias a sus propios intereses. Al parecer, la humanidad logra un rendimiento más pobre en el gobierno que casi en ninguna otra actividad. En este ámbito, la sabiduría se emplea menos de lo que debería. ¿Por qué quienes ocupan los más altos cargos obran tan a menudo en contra de lo que indica un sabio interés propio?

Alemania de dominar Europa, porque los alemanes creían pertenecer a “una raza de amos”. 3. La incompetencia o la decadencia, como en el ocaso del Imperio Romano y durante la última dinastía imperial de China. 4. La insensatez o la perversión.

Para empezar desde el principio, ¿por qué los jefes troyanos arrastraron aquel sospechoso caballo de madera y lo llevaron intramuros, pese a todas las razones que había para recelar de los ardides griegos? ¿Por qué sucesivos ministros de Jorge III insistieron en constreñir a las colonias norteamericanas, en lugar de ser conciliadores, aunque repetidas veces se les aconsejó que el daño sería mayor que cualquier ventaja? ¿Por qué Carlos XII, Napoleón y Hitler invadieron Rusia?

Podemos preguntar, puesto que la insensatez o la perversión son inherentes a los hombres, ¿por qué habríamos de esperar algo distinto del acto de gobernar? La razón para preocuparse es que la insensatez gubernamental tiene repercusiones mayores en más personas; por tanto, los gobiernos tienen un deber mayor de actuar conforme a la razón. Y como esto se sabe desde hace mucho, ¿por qué nuestra especie no ha tomando precauciones ni erigido salvaguardias contra la insensatez?

Salvo en lo que respecta al gobierno, el hombre ha logrado maravillas: ha aprovechado el viento y la electricidad, ha convertido viles piedras en altas catedrales, ha controlado o erradicado enfermedades y penetrado en los misterios del cosmos. “Mientras que todas las demás ciencias han avanzado”, confesó John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, “la de gobernar apenas se practica ahora mejor que hace tres mil o cuatro mil años”. El mal gobierno es de cuatro clases, a menudo en combinación: 1. La tiranía, de la cual ofrece la historia tantos ejemplos que no hay necesidad de citarlos. 2. La ambición, como el intento de Felipe II de conquistar Inglaterra con la Armada Invencible, y el intento de

Temibles consecuencias

Se han hecho algunos intentos, empezando por la propuesta de Platón de seleccionar y preparar a una clase social para que sus miembros sean los profesionales del gobierno. Platón pensó que la clase gobernante de una sociedad justa debería estar compuesta por hombres que hubiesen aprendido el arte de gobernar. Su solución, bella e inalcanzable, fue instituir los reyes filósofos. “Los filósofos deben volverse reyes en nuestras ciudades, o aquellos que hoy son reyes deben aprender a buscar la sabiduría como los verdaderos filósofos, y así el poder político y la sabiduría intelectual se encontrarán unidos en un individuo”. Mientras no llegue ese día, reconoció Platón, “no habrá descanso de los 1

La marcha de la insensatez – Anexo al Padre nuestro 6b

males para nuestras ciudades y, creo yo, para toda la raza humana”. Y así ha ocurrido. La estupidez, fuente de autoengaño, desempeña un papel asombrosamente grande en el gobierno. Consiste en evaluar una situación según nociones preconcebidas, mientras se pasan por alto o se rechazan todas las señales en contrario. Es actuar de acuerdo con nuestros deseos, sin permitir que los hechos nos disuadan. Lo ejemplifica una afirmación de un historiador acerca de Felipe II de España, el más necio de todos los soberanos: “Ninguna experiencia del fracaso de su política pudo conmover la fe que tenía en su esencial excelencia”. Un clásico caso de acción fue el Plan 17, plan de guerra francés de 1914, concebido en forma de total dedicación a la ofensiva. Se concentró todo en un avance francés hacia el Rin, permitiendo que la izquierda francesa quedara prácticamente desprotegida; esta estrategia sólo podía justificarse si se creía que los alemanes eran incapaces de desplegar fuerzas suficientes para extender la invasión a través del oeste de Bélgica y las provincias francesas costaneras. Las pruebas en sentido contrario, que empezaron a llegar al Estado Mayor francés en 1913, se pasaron por alto, para que la preocupación de una invasión alemana por el oeste no distrajera fuerzas de la ofensiva francesa contra el Rin. Al llegar la guerra, los alemanes sí dieron todo el rodeo, con resultados que determinaron una guerra prolongada y sus terribles consecuencias para nuestro siglo. La estupidez también consiste en negarse a aprovechar la experiencia, característica en que los gobernantes medievales del siglo XIV fueron insuperables. Por muy frecuentemente que la devaluación de la moneda alterara la economía, los monarcas de la dinastía Valois de Francia recurrían a ella cada vez que les urgía dinero, hasta que provocaron la insurrección de la burguesía. En la guerra, la estupidez

fue notable. Aunque eran comunes las campañas en que los soldados sufrían penurias, y aún hambre, viviendo a costa del país enemigo, se emprendían con regularidad pese a su fin inexorable, como ocurrió con las invasiones de Inglaterra a Francia durante la Guerra de los Cien años. En esta última parte de siglo XX empieza a parecer que la humanidad está acercándose a una etapa similar de insensatez suicida. Los casos se presentan con tal abundancia y frecuencia que sólo podemos elegir como ejemplo el más importante: ¿Por qué no se empiezan a despojar las superpotencias de los medios del suicidio humano? ¿Por qué dedicamos destrezas y recursos a una pugna por la superioridad armada que nunca podremos lograr por tiempo suficiente para que valga la pena tenerla, en lugar de esforzarnos por encontrar un modus vivendi con nuestros antagonistas?

La sabiduría de Solón Durante 2 500 años, los filósofos de la política, desde Platón y Aristóteles hasta Santo Tomás de Aquino, Maquiavelo, Locke, Rousseau, Jefferson, Nietzsche y Marx, han dedicado su pensamiento a las cuestiones importantes de la ética, la soberanía, el contrato social, los derechos del hombre, la corrupción del poder, el equilibrio entre la libertad y el orden. Pocos se preocuparon por la simple insensatez, aunque ha sido un problema crónico y penetrante. El conde Axel Oxenstierna, canciller de Suecia durante el tumulto de la Guerra de los Treinta Años, tuvo amplia experiencia en la cual basar su conclusión: “Observa, hijo mío, con qué poca sabiduría se gobierna el mundo”. Esto no quiere decir que las cabezas coronadas y los ministros sean incapaces de gobernar con sabiduría. Periódicamente aparece una excepción. Como la insensatez, estos surgimientos no indican ninguna correlación entre tiempo y lugar. Solón de

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Atenas, quizá el más sabio, fue uno de los primeros gobernantes excepcionales. Elegido arconte, o primer magistrado en el siglo VI a. de C., en época de dificultades económicas e inquietud social, se pidió a Solón salvar el Estado y reparar sus diferencias. Severas leyes contra los deudores permitían a los acreedores apoderarse de las tierras dadas en prenda, o aun del propio deudor, para someterlo a la esclavitud, todo lo cual había generado un clima de insurrección. Como no había participado en la opresión por parte de los ricos, ni apoyado la causa de los pobres, Solón disfrutó de la distinción insólita de ser aceptable para unos y otros. En el cuerpo de leyes que promulgó, la preocupación de Solón fue tratar imparcialmente a débiles y fuertes. Abolió la esclavitud por deudas, liberó a los esclavos, extendió el sufragio a los plebeyos, elaboró códigos que reglamentaban las propiedades heredadas, instituyó los derechos civiles para los ciudadanos, las penas por delitos, y, finalmente, para no correr riesgos, pidió a los atenienses que juraran preservar sus reformas durante cien años. Hizo entonces algo extraordinario, posiblemente único entre los jefes de Estado: con el pretexto de viajar para ver mundo, compró un barco y partió al exilio voluntario durante diez años. Imparcial y justo como estadista, no menos sabio fue Solón como hombre. Habría podido conservar el dominio supremo, aumentando su autoridad hasta la tiranía y, en realidad, se le reprochó por no hacerlo; pero sabía que las incontables peticiones de enmendar esta o aquella ley sólo le valdrían mala voluntad si no accedía y decidió irse, para conservar intacta su ley. Tal decisión parece indicar que la falta de una suprema ambición personal, junto con una dosis aguda de sentido común, se encuentran entre los componentes esenciales de la sabiduría. (1) Ver la película con el mismo nombre.

Ansia de poder Todos sabemos por repeticiones de la máxima de lord Acton, que el poder corrompe. Menos claramente vemos que engendra insensatez; el poder de mandar frecuentemente mengua la capacidad de pensar. La responsabilidad del poder es gobernar tan razonablemente como sea posible en interés del Estado y de sus ciudadanos. En tal proceso, uno de los deberes es el de mantenerse informado; de atender a la información y de mantener la mente abierta. Si la mente está lo bastante abierta para advertir que la política va contra el interés propio, y a la vez se tiene tanta confianza en sí mismo que se reconozca esto, y sabiduría para cambiar, no le faltará nada al arte del gobierno. La política de los vencedores después de la Segunda Guerra Mundial, en contraste con el Tratado de Versalles y las reparaciones exigidas después de la Primera Guerra Mundial, es un caso real de aprender por experiencia y poner en práctica lo que se aprendió, oportunidad que no se presenta a menudo. El ejemplo más raro de rectificación radial –el de un gobernante que reconoce que una política no sirve a los intereses del país, y que se atreve a dar un giro de 180 grados–, ocurrió sólo ayer hablando históricamente: el presidente Sadat abandonó la estéril enemistad con Israel y buscó una relación más útil con este país, pese a la indignación y las amenazas de los vecinos de Egipto. Tanto por los riesgos como por las ventajas potenciales, se trató de un gran acto, y el sustituir la insensata continuación del espíritu negativo por el sentido común y el valor ocupa un puesto único en la historia, que no desmerece por el ulterior asesinato de Sadat.1 La principal fuerza que influye en la insensatez política es el ansia de poder, “la más flagrante de todas las pasiones”, según Tácito. Y como sólo se puede satisfacer con el poder sobre los demás, el gobierno es su campo favorito.

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Después de concebir su visión de los reyes filósofos, Platón empezó a abrigar dudas y llegó a la conclusión de que las leyes eran la única salvaguardia. Según él, cualquier cosa con demasiado poder, como una vela excesivamente grande en un navío, es peligrosa. El exceso conduce, por una parte, al desorden; y por la otra, a la injusticia. No hay alma capaz de resistir a la tentación de poder arbitrario, y “no hay nadie que en tales circunstancias no se llene de insensatez, la peor de las enfermedades”. El anquilosamiento mental –es decir, el que los gobernantes sostengan las mismas ideas con que empezaron– también es un terreno fértil para la insensatez. Los jefes de gobierno, como dice Henry Kissinger, no aprenden más allá de las convicciones que llevan consigo; estas constituyen “el capital intelectual que consumirán mientras ocupen sus cargos”. En la primera etapa, el anquilosamiento mental fija los principios y los limites que terminan un problema político. En la segunda, los principios iniciales se vuelven rígidos. Cuanto más sea lo que se invierte en determinada política y más comprometido esté en ella el ego de su preconizador, más inaceptable resultará desviarse de esa política. En la tercera, el no reconocer el fracaso causado por esa política y el tratar de evitarlo sin cambiarla aumenta los daños, hasta que provoca la caída de Troya, la pérdida de las colonias norteamericanas, o la humillación de Estados Unidos en Vietnam. La persistencia en el error es el problema. Quienes ejercen el gobierno siguen por el mal camino, como esclavos de algún Merlín con poderes mágicos para dirigir sus pasos. Los gobernantes suelen justificar una decisión mala o errónea argumentando que no tenían alternativa. Pero siempre hay libertad de elección para cambiar o desistir de un rumbo contraproducente, si el gobernante tiene el valor de hacer uso de esa libertad.

Las semillas de la ruina La cuestión es si un país puede protegerse contra esa “estupidez protectora” – según la expresión de George Orwell– en la política, lo cual a su vez plantea la pregunta de si es posible educar para gobernar. El programa de Platón, que incluía la crianza y la educación para gobernar, nunca se puso a prueba. La preparación de los mandarines de China no dio resultados muy superiores. Acabaron en la decadencia y en la ineficiencia. En la Europa del siglo XVII, después de las devastaciones que causó la Guerra de los Treinta Años, Prusia resolvió crear un Estado fuerte por medio de un ejército disciplinado y una administración pública especialmente preparada. Los candidatos para puestos gubernamentales tenían que seguir cursos de teoría política, derecho, filosofía del derecho, economía e historia. Sólo después de pasar por varias etapas de exámenes e internados, recibían sus nombramientos definitivos y, con ello, tenían oportunidades de recibir ascensos. El sistema prusiano resultó tan eficaz, que el Estado pudo sobrevivir a la derrota infligida por Napoleón, en 1807, y al levantamiento revolucionario de 1848. Mas, para entonces, había empezado a estancarse, como los mandarines, y muchos de sus mejores ciudadanos emigraron a América. Las energías de Prusia lograron unir a los Estados alemanes en un imperio, en 1871. Más el triunfo mismo de Prusia contenía las semillas de la ruina, pues fomentó la arrogancia y el ansia de poder, que en este siglo la hundiría. La tentación del puesto empobrece el desempeño. El burócrata sueña con ascender, y los altos funcionarios anhelan ampliar su poder; los legisladores quieren la reelección, y su principio es complacer a tantos como sea posible y ofender a tan pocos como sea posible. Conscientes de la fuerza que ejercen la ambición, la corrupción y las emociones, acaso en la búsqueda de un gobierno más sensato debamos buscar, ante todo, una prueba

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del carácter. Y tal prueba debe ser de valor moral o, como escribió el filósofo y moralista francés Montaigne, “resolución y valor; no los que la ambición ha moldeado, sino los que la sabiduría y la razón han implantado en un alma bien ordenada”. Los liliputienses, al buscar su personal para los cargos públicos, tenían normas de este tipo. “Creen que la Providencia nunca quiso que la administración de los asuntos públicos fuera un misterio”, informó Gulliver: “sólo inteligible para unas cuantas personas de genio sublime, de las cuales rara vez nacen tres en una época. Pero suponen que la verdad, la justicia, la templanza y virtudes similares están al alcance de cualquiera; la práctica de estas virtudes, auxiliada por la experiencia y las buenas intenciones, hará que cualquiera sea apto para servir a su patria”. Aunque tales virtudes realmente estén al alcance de cualquiera, tienen menos oportunidad, que el dinero y la ambición, de prevalecer en los comicios. El problema tal vez no sea tanto cuestión de educar funcionarios para el gobierno, cuanto de educar a los electores para que sean capaces de reconocer y premiar la integridad moral, y rechazar toda apariencia falaz. Acaso un gobierno más sensato necesite de una sociedad más dinámica, en vez de pasiva y desorientada. Si John Adams estuvo en lo cierto, y el gobierno “se practica ahora muy poco mejor que hace tres mil o cuatro mil años”, no podemos esperar razonablemente una gran mejoría. Sólo podemos seguir a tientas, como hasta ahora, a través de periodos de ascensos y caídas; de gran esfuerzo y de sombras.